El Viaje póstumo de Bacon a Madrid

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Murió en Madrid en 1992. ahora, uno de los pintores más valorados regresa a españa de la mano de una gran exposición en su santuario, el museo que adoraba, el prado.

La primavera en Madrid se alargaba aquel junio de 1956. Los plátanos centenarios del paseo del Prado cubrían de sombra las zonas donde el sol empezaba ya a calentar en exceso. Dos hombres de mediana edad, vestidos con pantalón y americana oscura, se fotografiaban el uno al otro en la balaustrada del Museo del Prado, con el hotel Ritz al fondo. Su aspecto delataba de inmediato su condición de extranjeros. Francis Bacon y su amigo Peter Lacy se encontraban de paso en España camino de Tánger -la ciudad marroquí, imán para homosexuales, escritores y artistas, que Truman Capote, William Burroughs, Allen Ginsberg, Paul Bowles y la generación beat hicieron suya-, donde Lacy debía cumplir una oscura deuda con el propietario del bar Dean's y tocar allí el piano por las noches. Era la primera vez que el pintor (Dublín, 1909-Madrid, 1992), entraba en el lugar donde se exhibían las obras maestras de su adorado Velázquez, que conocía de sobra a fuerza de observar La Venus del espejo en la National Gallery de Londres: "Si no se entiende esa obra, no se entiende mi pintura".

Manuela Mena, jefa de conservación del siglo XVIII y Goya del Museo del Prado y comisaria en Madrid de la gran exposición retrospectiva sobre Bacon, organizada por la Tate Britain de Londres y el Metropolitan de Nueva York, desconoce cómo fue aquella primera visita del artista, pero sí recuerda el aspecto entonces del museo, un lugar apacible, silencioso, sin turistas, solitario y oscuro, con suelos de madera que crujían con las pisadas. "Había siempre poca gente, y aunque ahora nos parezca mentira, no tenía luz artificial, los cuadros debían contemplarse con la que entraba desde el exterior. ¿Cuántos días estuvieron aquí, cuánto tiempo pasó Bacon en el Prado? No podemos saberlo. A él le gustaba Velázquez y en esa primera visita debió de verlo todo".

Un siglo antes, en 1865, Édouard Manet experimentó el mismo impulso que el pintor inglés atormentado y transgresor "que pinta monos locos", como decía Allen Ginsberg, y acudió al Prado para ver la obra de los grandes maestros españoles. Ambos peregrinaron para observar de cerca las pinceladas, la composición, la forma de hacer tan moderna, tan colorista, de Velázquez, Goya, Zurbarán, El Greco o Ribera.

De haber vivido, Francis Bacon hubiera cumplido este próximo otoño 100 años. El segundo de los cinco hijos de Cristina y Edward, ingleses protestantes, nació un 28 de octubre en Dublín. Su padre, un ex militar, entrenador de caballos de carreras que afirmaba ser descendiente del filósofo Francis Bacon, inculcaba disciplina, orden y mando en la familia. De aquellos años, el pintor recordaría después la soterrada violencia en el ambiente, el inicio de la I Guerra Mundial y el paso de las tropas del regimiento de caballería cercano a su casa. También las frecuentes crisis de asma que sufría: "Me acuerdo", le confesó al crítico de arte David Sylvester en 1979, "de que me inyectaban morfina y la relajación que me producía era fabulosa. No querían darme mucha porque temían que me volviera adicto".